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Lisboa, el encanto de la tristeza

En su momento de máximo esplendor, allá por el siglo XV, Lisboa era uno de los puertos más importantes de todo el mundo, el centro comercial de un país que era dueño y señor de todos los mares. El gran navegante Vasco de Gama abrió paso hasta la India y fueron sus especias las que enriquecieron al imperio permitiendo construir maravillosos palacios para su propia gloria. Lisboa, con sus magníficos monumentos de época colonial sumidos en un lento pero imparable abandono, es una capital humilde y sin grandes pretensiones, una tímida invitada a esa feria que es Europa.

Pero es precisamente este espíritu decadente lo que confiere a la ciudad su encanto y atractivo. El devastador terremoto de 1744 arrasó la urbe por completo y la privó del esplendor arquitectónico de los siglos precedentes. Las únicas joyas que quedaron en pie fueron el bullicioso Barrio Alto y el recogido barrio árabe de Alfama, situados en lo alto de las dos colinas que flanquean Lisboa.

Una cosa que me produce mucha curiosidad en esta ciudad son las estrechas calles adornadas de balcones y arcadas con flores, las hermosas escaleras y patios señoriales, las columnas y fachadas pintadas en llamativos tonos para resaltar, aun más si cabe, el propio azulejo.

La belleza de estas calles reside en ese espíritu de decadencia que parece dominarlo todo. El paso del tiempo ha dejado sus huellas en las piedras y los estucados, y el aire cargado de salitre ha acabado por agrietar los azulejos. Y es que en las silenciosas horas del mediodía uno cree encontrarse en Pompeya.

Unos tranvías renqueantes, salidos de una caja de trenes de juguete, se esfuerzan por salvar las pendientes y los recodos tan característicos de esta ciudad. Reminiscencia del lejano Oeste más que transporte urbano moderno, parecen estar totalmente fuera de control, como el furgón de cola de un convoy desbocado. De noche, el eco de su paso por las estrechas calles y el reflejo de sus luces sobre las paredes es lo más parecido a la imagen de un tren fantasma.

Legados de una extravagante vanidad, la Expo 98 dejó un enorme oceanario y un modernizado metro, con utópicas estaciones que culminan en ese saltamontes gigante de hormigón y aluminio que es la estación principal y que, adivinen quien lo ha diseñado, nuestro bien conocido Calatrava.

Sobre las aguas del Tajo, el puente de la Revolución une el norte de Lisboa con el barrio más humilde de Cacilhas, situado en la orilla sur. Los protagonistas son el olor a sardinas fritas y las redes de pesca desgastadas y raídas. Más allá de su aspecto decadente, retrata uno de los centros portuarios más importantes de Europa. Desde el amanecer hasta la puesta de sol no dejan entrar ni salir ningún carguero que no adecue su velocidad al son de las campanas. A la puesta de sol, los rudos pescadores de manos curtidas por el agua y el frío entonan un fado, el himno nacional de las clases humildes. recuerdan viejos sueños de amor y pérdida de seres queridos sabiendo que, cualquier deseo, cualquier voluntad, está condenada al fracaso por la misma condición mortal del ser humano.

 

Lisboa, el encanto de la tristeza

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