Praga, la ciudad más hermosa de Europa
Demasiados pretendientes para una sola mujer. Debido precisamente a que parte de la belleza de Praga se echó a perder en la Segunda Guerra Mundial y lo que quedaba de dicha belleza se conservó por casualidad durante los cinco decenios siguientes de descuidado comunismo, hoy se percibe la tensión provocada por su repentina y total occidentalización. Todos la quieren.
“Kafkiano” y “bohemio” son dos palabras a las que ya se ha despojado su significado por el uso indiscriminado que se ha hecho de ellas, y en ningun lugar tanto como aquí. Este lugar de origen de estas palabras (la capital checa se encuentra en la provincia de Bohemia, asi nombrada por su tribu colonizadora original, los boii celtas) es de una natural belleza y un despertar para los sentidos más refinados. Durante el dia, el famoso Karluv Most (puente de Carlos) cruje bajo el peso de los visitantes que miran alegres a los bufones, a los falsos violinistas judios y escuchan las notas del “Eine Kleine Touritmusik”(Mozart compuso aquí Don Giovanni), lo que hace difícil pensar en algo menos bohemio, menos original y menos artístico, o imaginar la ciudad envuelta en una ansiedad paranoica macabra.
Pero Praga siempre tendrá el dominio de las horas del crepúsculo y la noche. Al otro lado del rio Moldava (Vltava, en checo), la gran fachada del castillo Hradcany, en la colina y con sus numerosas ventanas, se cierne de forma inquietante como una presencia ineludible o una conciencia que todo lo sabe y todo lo ve. En Mala Strana, tiene lugar un juego de sombras entre los huecos de los arcos semiocultos, las estrechas escaleras y los pasajes escondidos bañados en la luz ondulante de las farolas de la calle. Praga es un lugar espiritual que hace creer en fuerzas invisibles en la magia. Es la ciudad del Golem, el autómata de arcilla que se comporta como un loco de la creación y que surge en el gueto judio de Josefov ( el más rico y arraigado de Europa), e inspirado por el espíritu del alquimista. Entre sus miles de agujas doradas y en su rastro nocturno de ansiedad, alejamiento y extremismo totalitario, la huella de la ficción de Kafka en la realidad de Praga, por muy estereotipada que resulte, es innegable.
Fue el sacro emperador romano, Carlos IV (el del puente), quien protagonizó la primera edad de oro de Praga cuando se logró el aspecto gótico de Staré Mesto (ciudad vieja). Se convirtió entonces la plaza principal de Staromestske Namesti en el centro magnético de la ciudad, con su torre de reloj de cuento, su reloj astronómico y las imponentes agujas gemelas de la iglesia de Tyn. La segunda edad de oro, esta vez barroca, llegó con el dominio Habsburgo, cuando los barrios separados de la ciudad se unieron por primera vez en uno solo, en 1784. Aquí se incluyen los tesoros de Art Nouveau y Art Déco de Nove Mesto donde tenemos una importante representación en las fachadas de la plaza de Wenceslao (escenario de las manifestaciones pacíficas que desencadenaron la Revolución de Terciopelo de Praga ante Moscú, pero tambien de la invasión de tanques sovieticos durante la primavera de 1868 para anular la liberalización impulsada por Dubcek). Pero las libertades que se han apoderado de los restaurantes y los grandes almacenes de estos Campos Eliseos del centro de Europa poco tienen que ver con la tristeza que había antes y con el sufrimiento de quienes lucharon por ellas.
Tierra de Staropramen y de la Pilsner original, Praga ha liderado la nueva rapsodia occidental para Europa del Este, pero ahora se encuentra alterada por un invasor posmoderno irrefrenable: está inundada de turistas. Tómense los lectores dos dias para ir en la manada que atraviesa el puente y la plaza y dos días más para observar y sentir esta ciudad con una cerveza en una terraza de cualquier plaza alejada.